jueves, 3 de mayo de 2007

el día que el terror entró por la ventana


La crónica Detrás de la Noticia del único periodista en el mundo que ha reportado en directo los ataques del 11-S y el 11-M.

El martes 11 de septiembre a las 9 de la mañana, una llamada telefónica me dijo que las Torres Gemelas agonizaban por el impacto del terror que en forma de avión había entrado doce minutos antes por la ventana.

Mientras mi mente buscaba dar crédito a la noticia y yo terminaba de despertar, vino otro choque, en otra torre, era otro avión. Ya no podía ser un accidente, se trataba del ataque terrorista más atroz y despiadado contra objetivos civiles y el más impresionante desde Pearl Harbor.

Muy nervioso obtuve los primeros detalles, hice las primeras tomas en video desde mi ventana, transmití el primer reporte al aire como corresponsal de la desgracia y salí. En la calle transitaban juntos el pánico y el desconcierto, los neoyorquinos huían de la tragedia hacia la incertidumbre.

Entonces vi cómo personas desesperadas se lanzaban desde los pisos superiores del World Trade Center, donde yo había estado 48 horas antes. Me pregunté qué era lo que estaría pasando allá arriba que hacía que alguien tomara la decisión de tirarse al vacío. De pronto, las Torres Gemelas –ya sentidas- se derrumbaban frente a mis ojos. Con la primera vino el sentimiento de incredulidad y con la segunda de orfandad. Mis palabras intentaban describir en vivo, para la radio y televisión de México lo que sentía, oía y veía, pero mi mente estaba ocupada tratando de concebir Manhattan sin esos simbólicos edificios. Nunca pude, hasta hoy no he podido, es algo inconcebible y punto.

Los bomberos pasaban y con la impotencia como rostro daban cuenta de lo que apenas empezaba. En Nueva York la palabra desgracia ya no tenía letras sino números, 50 mil las personas que estaban dentro del Centro Mundial de Comercio en el momento en que comenzó la pesadilla de la ciudad que nunca duerme. No voy a olvidar nunca la consternación que sentí al narrar en directo esos trágicos momentos ni tampoco las palabras de Ricardo Rocha, quien con la presión a la baja y aferrado a una Coca-Cola, me dijo por el celular estremecido: “¡Ariel, qué estás diciendo!”.

Se sabía ya que el horror estaba también en el Pentágono, la sede de la respuesta militar que ese día llegó tarde, no funcionó; y en las cercanías de Pittsburgh, donde no había nada y se estrelló todo.

En esos momentos las noticias fluían más rápido que la capacidad de transmitirlas y cambiaban antes que la posibilidad de confirmarlas. Regresé al hotel para recargar baterías, las mías y las de la cámara que necesitaba llevar conmigo. Comenzó entonces la labor de recopilación de testimonios. No había taxis así que caminé alrededor de treinta calles hacia el sur, buscando sacarle palabras al impacto de la gente y declaraciones a ciudadanos comunes que ese día se volvieron testigos de lo que nadie nunca imaginó. En el St. Vincent’s Hospital, escuché a los doctores narrar el dolor y a los sacerdotes dar testimonio de la fe y la esperanza, cuyo paradero se desconocía hasta ese momento. Regresé en la noche a mi hotel otra vez a pie.

El día después fue crudo. La mañana del miércoles Nueva York seguía atendiendo heridos, velando muertos, buscando desaparecidos y contestando las llamadas de personas que desde la oscuridad de los escombros utilizaban sus celulares para decir que estaban vivas. Por las calles vacías no iban los niños a la escuela, ni los ejecutivos a su oficina, ambas estaban cerradas o ya no existían. La poca gente que transitaba guardaba duelo con su silencio.

Ese día, el New York Times describió con su ausencia la magnitud de la tragedia. Salí a buscar muy temprano el periódico más importante del mundo, pero no se distribuyó a tiempo en Manhattan porque la isla se encontraba prácticamente incomunicada, como si se hubiera encerrado en su habitación para llorar su desgracia y dar rienda suelta a su desesperación.

Para el jueves Nueva York y el país estaban en búsqueda de respuestas. Estados Unidos todavía no sabía contra quien se iría pero el Congreso se adelantaba y discutía el uso de la fuerza. Salí a caminar después de dar mis reportes para el noticiario matutino y vi en las calles, por primera vez, cómo la gente y los coches transitaban ya casi en completa normalidad. Eran semblantes de resignación pero no de olvido los que caminaban por Times Square, el sector turístico y de entretenimiento más importante de la ciudad. Las tiendas habían abierto y los celulares comenzaban a volverse -otra vez- parte inseparable de los oídos neoyorquinos.

En el sur era otra historia. Madres en búsqueda de hijos, hermanos tras la huella de su padre y las cadenas de televisión, permanente galería fotográfica de los desaparecidos. Los bomberos llevaban tres días removiendo los escombros de la desesperación y la gente conmovía al más ajeno, donaba sangre y daba comida al que se acercaba.

Pero algo tal vez psicológico le impedía a Nueva York volver a ser lo que era. Central Park, la Quinta Avenida, el Rockefeller Center, Park Avenue y el Empire State eran lugares que se veían igual pero no se sentían igual. Era como si a cada centímetro de la Gran Manzana le faltara un color: el acerado de las Torres Gemelas.

Ojos de tristeza, rostro conmovido y actitud de coraje y rabia era el retrato hablado del Presidente de los Estados Unidos. Mientras veía su conferencia de prensa por televisión, creí que Bush iba a romper en llanto. Las fuerzas apenas le alcanzaban para declarar que esperaba el apoyo "universal" a las acciones que iba a tomar. Entonces pensé que venía la guerra. Los aviones de la fuerza aérea sobrevolaban las principales ciudades de la Unión Americana y me hacían suponer que estaban ya preparados para la eventualidad de otro ataque. No sucedió así.

El viernes, día nacional de reflexión y oración, Nueva York y el país se pusieron de rodillas. Cristianos, protestantes, judíos, musulmanes, budistas, hindúes; todos juntos, en la Catedral de San Pedro y Pablo, la Catedral Nacional de Washington, que se convirtió en un lugar común de fe y esperanza, de reflexión y recuerdo donde elevaron sus plegarias y entonaron himnos para liberar sus almas del dolor.

Los estadounidenses no habían podido cada uno con la pena y se unían para cargarla juntos.

Eran los otros rostros de la tragedia, los que no estaban bajo los escombros, los que habían sobrevivido para sufrir a aquellos que murieron. A mediodía, después de ver la ceremonia religiosa, reporté la llegada del Presidente Bush a Nueva York desde los límites de la zona acordonada, luego busqué entrar y me permitieron pasar con el gafete de prensa mexicano, pude caminar casi entre los escombros, vi cosas que hasta hoy no puedo ni mencionar. Estaba rodeado de concreto, metal y restos que alguna vez tuvieron vida, todos ellos calcinados. El olor era tan intolerable como indescriptible y la mascarilla que me habían dado en la Cruz Roja detenía el polvo pero no el hedor. El Presidente Bush, había recorrido minutos antes la zona. Cuando salía lo vi pasar rápidamente en una camioneta negra saludando a quienes ahí estábamos. En la tarde, circuló por las calles frente a miles de neoyorquinos que levantaban las manos en señal de saludo pero también de vida.

El sábado por la mañana, después de mi reporte, me dirigí con cámara y grabadora hasta el primer cordón policiaco con la idea de volver a entrar para hacer tomas de la zona y realizar entrevistas, pero me impidieron el paso. Los vuelos se habían reanudado y los primeros reporteros internacionales ya estaban llegando, así que las medidas de seguridad se hicieron más estrictas y había que acreditarse ante el departamento de Policía, a donde llegué alrededor del mediodía. La fila era tan grande que quienes estaban adelante llevaban doce horas ahí. Decidí que era mejor regresar en la noche. Así lo hice y alrededor de las 23:30 horas volví dispuesto a obtener mi acreditación. Ocho horas después, a las 7:30 del domingo, salí con el gafete en la mano y la gripe y el cansancio en el cuerpo.

Para el mediodía el Presidente Bush pidió a los estadounidenses que regresaran el lunes a trabajar. La herida que había estado abierta por seis días comenzaba a cicatrizar, nada sería igual, quedaría, como todas, en el recuerdo de quienes la sufrieron, la historia no había terminado, era la vida lo que tenía que continuar.

La noche del domingo fui a Union Square y pude atestiguar una de las congregaciones que desde el miércoles, cientos de neoyorquinos realizaban con velas y pancartas para recordar a las víctimas de los ataques terroristas.

Al día siguiente, lunes, fui otra vez a la zona acordonada y pude entrar ya con la acreditación correspondiente. Cuando estaba a punto de pasar el último cordón antes del lugar donde se encontraban los escombros, vi al Alcalde de la Ciudad, Rudolph Giulliani regresando a sus oficinas por primera vez desde el martes. Mientras hacía algunas tomas sentí en el cuello un brazo que de forma brusca me jaló, era un policía militar (Trooper) que me dijo que no podía estar ahí, a pesar de que me identifiqué, alegó que no contaba con una acreditación especial y sin escuchar razones decidió que me iba a sacar él mismo. Caminamos unas calles siempre con su mano sobre mi cuello y amenazando varias veces con arrestarme, finalmente me entregó a un oficial de Policía que con actitud diferente me indicó hasta dónde podía trabajar y hasta donde no. Entrevisté entonces a voluntarias y a testigos del horror. Por la tarde di mi reporte y me preparé para el regreso al día siguiente.

El martes en el aeropuerto John F. Kennedy era presa de sentimientos encontrados y mucho nerviosismo. Estaba contento por regresar a mi país, pero a la vez asustado por subirme a un avión que, por la paranoia de la que era presa, suponía que podía ser secuestrado. No quería dejar una ciudad así, la posibilidad de que los Estados Unidos entraran en guerra en cualquier momento me hacía querer irme pero también quedarme. Di mi último reporte desde Nueva York y emprendí el regreso.

Intento describir lo indescriptible. Los días en que seis años de construcción se derrumbaron y enterraron en sus escombros las vidas de miles de personas.

El martes en el que dos aviones se estrellaron contra las Torres pero impactaron para siempre la “historia futura” del mundo.

Es el relato de una cobertura que empezó el 11 de septiembre del 2001, el día que el terror entró por la ventana.

*Con admiración, respeto y fraternal agradecimiento a mi maestro periodístico, Ricardo Rocha, por lo que me enseñó, lo que contamos juntos al público y la confianza que siempre me brindó durante los años en que fui su “hombre en el mundo”.

Publicada en El Universal en septiembre de 2001 bajo el título "Detrás de mi ventana: Testimonio de Nueva York"

1 comentario:

In phidelio dijo...

Tienes un friego de coberturas, pero en lo particular pienso que con ésta es con la que te identifico plenamente.

Sin menospreciar lo que pasó en Atocha o en Londres, el atentado en Nueva York cambió tu vida para siempre, ya que además de lo periodístico, resulta que estos avioncitos dejaron cicatrices en tu ciudad favorita. ¿Cómo olvidarlo?

Fue un 2001 caótico en muchos sentidos. Lo recuerdas bien, tanto como yo.

Saludos.