jueves, 3 de mayo de 2007

armas de comunicación masiva


La cámara, el micrófono y la pluma son hoy las tres armas más temidas por la coalición en Bagdad. No son de destrucción sino de comunicación masiva. Son las únicas que los reporteros llevaban consigo y usaban todos los días. El martes pasado por ejemplo, cuando la guerra pasó de estar en los medios a estar contra los medios.

Decía Montesquieu que “la injusticia hecha a uno sólo es una amenaza dirigida a todos”.

Los agresores bombardearon el martes las instalaciones de la cadena Al-Jazeera y de Abu-Dhabi TV, donde comenzaron a escribir la nota con la sangre que corría por las venas del reportero jordano Tarek Ayub y tres horas y media después mataron a dos camarógrafos en el Hotel Palestina.

No importa que ninguno de los corresponsales haya visto francotirador alguno, tampoco interesa que los disparos en el lobby del hotel se hayan hecho sólo desde su imaginación o que nadie haya informado a nadie que las habitaciones de los reporteros eran blanco militar válido para el Pentágono.

Un tanque llegó, apuntó y disparó.

El proyectil penetró el edificio pero cayó como bomba en la prensa internacional que en el ataque perdió al español José Couso de Telecinco y al ucraniano Taras Protsyuk de la Agencia Reuters.

Da lo mismo. Ambos eran compañeros.

La suma del dolor arroja ya doce colegas muertos. Los periodistas hemos quedado advertidos.

La noticia es que los aliados no quieren noticia, que bombardean como nueva estrategia de comunicación para ver si los reporteros se amedrentan y dejan de ser los ojos y los oídos de la opinión pública a la que sirven. Quieren que los dejen en paz para hacer la guerra.

Buscan el anonimato ¿para qué?

¿Para “encontrar” las armas de destrucción masiva escondidas en su paranoia? o quizás para “administrar” Irak con las manos libres de las esposas de la historia, que tantas llagas les hacen cuando no son de su medida.

El miércoles en el Congreso de los Diputados en Madrid, minutos después de que los reporteros pusieran sus armas de comunicación masiva en el suelo como protesta por lo sucedido el día anterior, el presidente del gobierno español José María Aznar dijo que los periodistas conocían el alto riesgo que suponía su presencia en la zona del conflicto. El Presidente Aznar tiene razón. Los reporteros sabían que iban a cubrir una guerra, pero lo que no sabían es que la guerra también iba a ser contra ellos.

Falta ahora que el Pentágono dé una explicación realista, coherente y satisfactoria de las razones por las que bombardearon a los reporteros. Una explicación que se contraponga a las sospechas de la prensa internacional de que el ataque fue deliberado. Si el Pentágono no la da, la prensa verá confirmadas dichas sospechas.

Que los periodistas caídos encuentren en la muerte la paz que no tuvieron durante la guerra que cubrieron.

Madrid. 12 de abril de 2003

estimado mister huntington, dos puntos



Samuel P. Huntington:
Harvard University
Boston, Massachussets

Estimado Mister Huntington:

Le saludo “cordialmente”.
Mire usted, resulta que hay personas que piensan que a pesar de mi juventud (que ya no es tanta) lo que diga puede ser importante para otras y se les ha ocurrido la condenable idea de darme un micrófono y una frecuencia para que en diez minutos hable de lo que considere relevante en el ámbito internacional, así que como usted comprenderá leo esta misiva por este medio aprovechando tal oportunidad.
Hace unos días terminé de leer su libro: Who are we?.
He de confesarle que me encuentro un poco preocupado. Desde pequeño siempre me sentí atraído por los viajes y la gente de otros países, con mucha curiosidad por entender su cultura y poder comunicarme con ellos, así que me puse a aprender idiomas, hablo español (como vera muy mexicanizado o medio Slang –pa’ que me entienda-), me comunico perfectamente en inglés, fluidamente en francés, campechaneo el italiano y champurreo el griego. Hoy me encuentro con que lejos de verlo como un esfuerzo de comunicación, ustedes los intelectuales de Harvard piensan que hablar otro idioma como el español es una amenaza.
Me pregunto si a ustedes no les interesa comunicarse con otras culturas y países tanto como a nosotros o si no se han dado cuenta que para entendernos con ustedes muchos en el planeta nos hemos puesto a hablar inglés. He de decirle que a donde quiera que voy me comunico muy bien hablando su idioma… ¡Ah! es que se me olvidó comentarle que la verdad, la verdad, soy medio pata de perro. Mi tío me heredó una lanita, mi madre se mochó con otra y a Rocha se le dio patrocinarme asi que se me ocurrió dar el rol por el mundo, en esas llevo ya cinco años y fíjese que no la llevo mal.
Me he dado cuenta que esa invasión cultural a la que usted tanto le teme ya sucedió, pero al revés, resulta que por donde quiera que voy hablan inglés, anuncian marcas gringas, veo películas de Hollywood, me venden ropa gabacha, escucho Rock-Pop y para acabarla de amolar, los libros, la tecnología y hasta las señalizaciones están en inglés. No se si sus estadísticas y autores predilectos lo tengan muy entretenido pero le juro que en lo que usted buscaba argumentos para justificar cómo nosotros los invadíamos a ustedes, los gringos ya invadieron el mundo. Perdóneme que le de tan mala noticia.
Hablando de invasiones, la que las tropas angloamericanas llevaron a cabo en Irak hace más de un año, utilizó argumentos que usted expuso en su frase, digo artículo, digo libro, llamado “El choque de civilizaciones” hace unos diez añitos cuando a la amenaza roja se le acabó el boleto y usted tuvo que buscar otro enemigo a quien sonarle.
¿No será que otra vez busca que nos den ahora a nosotros?
¿Pero por qué tanta violencia doctor?, ¡ah que Don Huntington este!, siempre haciéndole honor al apellido e inventando presas culturales para cazarlas.
Bueno, estábamos hablando de los árabes, de esos a los que usted vio como una amenaza. La verdad conozco a algunos y en general son muy buena onda, salvo aquellos que usted identifica bien, como Bin Laden y sus secuaces que ya me han puesto en el camino periodístico dos sendos atentados.
A decir verdad, quizás ustedes no sientan la necesidad de comunicarse con otros países del mundo porque cuando no los entienden simplemente los atacan. Otra de las cosas que hoy usted cree que los mexicanos estamos haciendo en su país.
Dice usted que los brownies atentamos contra ustedes los güeros, anglosajones y protestantes. En cuanto a la religión y el multiculturalismo he de contarle otra de mis realidades: soy nacido en México, de madre más mexicana que el Mole, de padre griego más helénico que los Gyros, tengo en mi sangre algo de español y de indígena, mi padre era ortodoxo mi madre es protestante, mis abuelos eran católicos y yo además de agnóstico estoy, a decir verdad, un poco confundido, pero en ningún caso veo las religiones como un atentado contra mi cultura, Dios me libre.
Pero regresando a eso de que me gusta viajar, déjeme decirle que cuando camino en las calles de su país, lo que menos veo son esos güeros a los que usted defiende, es más, otra vez se la paso al costo: ¡viera usted que hay una cantidad de turbantes, kipás, burkas, sombreros y kimonos caminando junto con los negros por doquier!.
No se crea si la cosa no esta tan escasa de culturas.
Así como todas las ciudades tienen su barrio latino o mexicanito con tacos y tamales, se come maravillosamente bien en los China Town o en la pequeña Italia y hay tantos puestos y tiendas de Kebabs, Sushi y Gyros que ya uno hasta se tropieza.
Para vender electrónicos nadie como los judíos, entre quienes cuento a mis mejores brothers. Todo esto lo sé porque he ido a Los Angeles a visitar a mis parientes que cuando llegaron a los United States comenzaron a hacer cosas a las que ustedes los wereavers ya no querían entrarle. Reconozco que a los mexicanos nos da por cruzarnos de espaldas mojadas a Gringolandia pero es que usted no esta para saberlo (de hecho últimamente no sabe nada) pero nos ha ido medio mal con los gobiernos y la verdad es que eso de enriquecernos a costa de los demás países nunca se nos ha dado muy bien.
No se haga, ustedes ya están -como dice el compatriota Carlos Fuentes- “en un estadio superior de empleo”, ¿tons? ¿de qué se quejan si ya la hicieron?, a nosotros déjenos seguir ganando una lanita y haciéndolos a ustedes más millonarios, en una de esas le pegamos al sueño americano.
Por cierto, todos los pochos que yo conozco se han integrado muy bien a su dizque American Güey of Life, es más, algunos de ellos ya hasta hacen como que no entienden español. La mayoría de los chavos allá, que yo sepa, sienten sus raíces mexicanas muy adentro pero están muy agradecidos por el cobijo que Estados Unidos les dio a ellos y a sus familias, ya son gringos hechos y derechos, nomás es cuestión de que se vaya usted ahí a Ana´s Tacos, que le queda muy cerca de Harvard, para que los escuche en sus propias palabras mientras se echa un Big Burrito con frijolitos y arroz.
Ya para terminar Don Samuel, he de decirle que me vine a Europa porque después de que sus anteriores enemigos se creyeron su rollo y tiraron las Torres Gemelas me dieron ganas de estudiar la onda internacional para entender mejor eso de las culturas y ando acá en el viejo continente.
Me va usted a perdonar que una vez habiéndole presumido que acabo de terminar una maestría no me nazca disertar intelectualmente con usted, pero la verdad es que en estos años de viajes he aprendido que a veces la necesidad enseña más que la universidad, o sea que en el camino es donde se aprende a andar.
En otras palabras, le recomiendo que se atienda cuanto antes esa paranoia cultural y si en su embajada -donde como siempre nos escuchan amablemente- le traducen este mensaje, pues sea tan gentil de descolgarse y caerle para echarnos unos tacos al pastor con guacamole mientras me aclara algunas cositas y de pasada a ver si me engorda el currículum con una entrevista y me autografía su libro nuevo.
Prometo portarme lo más civilizado que pueda.

Sincerely confused,

AM

Septenver 2004

el día que el terror entró por la ventana


La crónica Detrás de la Noticia del único periodista en el mundo que ha reportado en directo los ataques del 11-S y el 11-M.

El martes 11 de septiembre a las 9 de la mañana, una llamada telefónica me dijo que las Torres Gemelas agonizaban por el impacto del terror que en forma de avión había entrado doce minutos antes por la ventana.

Mientras mi mente buscaba dar crédito a la noticia y yo terminaba de despertar, vino otro choque, en otra torre, era otro avión. Ya no podía ser un accidente, se trataba del ataque terrorista más atroz y despiadado contra objetivos civiles y el más impresionante desde Pearl Harbor.

Muy nervioso obtuve los primeros detalles, hice las primeras tomas en video desde mi ventana, transmití el primer reporte al aire como corresponsal de la desgracia y salí. En la calle transitaban juntos el pánico y el desconcierto, los neoyorquinos huían de la tragedia hacia la incertidumbre.

Entonces vi cómo personas desesperadas se lanzaban desde los pisos superiores del World Trade Center, donde yo había estado 48 horas antes. Me pregunté qué era lo que estaría pasando allá arriba que hacía que alguien tomara la decisión de tirarse al vacío. De pronto, las Torres Gemelas –ya sentidas- se derrumbaban frente a mis ojos. Con la primera vino el sentimiento de incredulidad y con la segunda de orfandad. Mis palabras intentaban describir en vivo, para la radio y televisión de México lo que sentía, oía y veía, pero mi mente estaba ocupada tratando de concebir Manhattan sin esos simbólicos edificios. Nunca pude, hasta hoy no he podido, es algo inconcebible y punto.

Los bomberos pasaban y con la impotencia como rostro daban cuenta de lo que apenas empezaba. En Nueva York la palabra desgracia ya no tenía letras sino números, 50 mil las personas que estaban dentro del Centro Mundial de Comercio en el momento en que comenzó la pesadilla de la ciudad que nunca duerme. No voy a olvidar nunca la consternación que sentí al narrar en directo esos trágicos momentos ni tampoco las palabras de Ricardo Rocha, quien con la presión a la baja y aferrado a una Coca-Cola, me dijo por el celular estremecido: “¡Ariel, qué estás diciendo!”.

Se sabía ya que el horror estaba también en el Pentágono, la sede de la respuesta militar que ese día llegó tarde, no funcionó; y en las cercanías de Pittsburgh, donde no había nada y se estrelló todo.

En esos momentos las noticias fluían más rápido que la capacidad de transmitirlas y cambiaban antes que la posibilidad de confirmarlas. Regresé al hotel para recargar baterías, las mías y las de la cámara que necesitaba llevar conmigo. Comenzó entonces la labor de recopilación de testimonios. No había taxis así que caminé alrededor de treinta calles hacia el sur, buscando sacarle palabras al impacto de la gente y declaraciones a ciudadanos comunes que ese día se volvieron testigos de lo que nadie nunca imaginó. En el St. Vincent’s Hospital, escuché a los doctores narrar el dolor y a los sacerdotes dar testimonio de la fe y la esperanza, cuyo paradero se desconocía hasta ese momento. Regresé en la noche a mi hotel otra vez a pie.

El día después fue crudo. La mañana del miércoles Nueva York seguía atendiendo heridos, velando muertos, buscando desaparecidos y contestando las llamadas de personas que desde la oscuridad de los escombros utilizaban sus celulares para decir que estaban vivas. Por las calles vacías no iban los niños a la escuela, ni los ejecutivos a su oficina, ambas estaban cerradas o ya no existían. La poca gente que transitaba guardaba duelo con su silencio.

Ese día, el New York Times describió con su ausencia la magnitud de la tragedia. Salí a buscar muy temprano el periódico más importante del mundo, pero no se distribuyó a tiempo en Manhattan porque la isla se encontraba prácticamente incomunicada, como si se hubiera encerrado en su habitación para llorar su desgracia y dar rienda suelta a su desesperación.

Para el jueves Nueva York y el país estaban en búsqueda de respuestas. Estados Unidos todavía no sabía contra quien se iría pero el Congreso se adelantaba y discutía el uso de la fuerza. Salí a caminar después de dar mis reportes para el noticiario matutino y vi en las calles, por primera vez, cómo la gente y los coches transitaban ya casi en completa normalidad. Eran semblantes de resignación pero no de olvido los que caminaban por Times Square, el sector turístico y de entretenimiento más importante de la ciudad. Las tiendas habían abierto y los celulares comenzaban a volverse -otra vez- parte inseparable de los oídos neoyorquinos.

En el sur era otra historia. Madres en búsqueda de hijos, hermanos tras la huella de su padre y las cadenas de televisión, permanente galería fotográfica de los desaparecidos. Los bomberos llevaban tres días removiendo los escombros de la desesperación y la gente conmovía al más ajeno, donaba sangre y daba comida al que se acercaba.

Pero algo tal vez psicológico le impedía a Nueva York volver a ser lo que era. Central Park, la Quinta Avenida, el Rockefeller Center, Park Avenue y el Empire State eran lugares que se veían igual pero no se sentían igual. Era como si a cada centímetro de la Gran Manzana le faltara un color: el acerado de las Torres Gemelas.

Ojos de tristeza, rostro conmovido y actitud de coraje y rabia era el retrato hablado del Presidente de los Estados Unidos. Mientras veía su conferencia de prensa por televisión, creí que Bush iba a romper en llanto. Las fuerzas apenas le alcanzaban para declarar que esperaba el apoyo "universal" a las acciones que iba a tomar. Entonces pensé que venía la guerra. Los aviones de la fuerza aérea sobrevolaban las principales ciudades de la Unión Americana y me hacían suponer que estaban ya preparados para la eventualidad de otro ataque. No sucedió así.

El viernes, día nacional de reflexión y oración, Nueva York y el país se pusieron de rodillas. Cristianos, protestantes, judíos, musulmanes, budistas, hindúes; todos juntos, en la Catedral de San Pedro y Pablo, la Catedral Nacional de Washington, que se convirtió en un lugar común de fe y esperanza, de reflexión y recuerdo donde elevaron sus plegarias y entonaron himnos para liberar sus almas del dolor.

Los estadounidenses no habían podido cada uno con la pena y se unían para cargarla juntos.

Eran los otros rostros de la tragedia, los que no estaban bajo los escombros, los que habían sobrevivido para sufrir a aquellos que murieron. A mediodía, después de ver la ceremonia religiosa, reporté la llegada del Presidente Bush a Nueva York desde los límites de la zona acordonada, luego busqué entrar y me permitieron pasar con el gafete de prensa mexicano, pude caminar casi entre los escombros, vi cosas que hasta hoy no puedo ni mencionar. Estaba rodeado de concreto, metal y restos que alguna vez tuvieron vida, todos ellos calcinados. El olor era tan intolerable como indescriptible y la mascarilla que me habían dado en la Cruz Roja detenía el polvo pero no el hedor. El Presidente Bush, había recorrido minutos antes la zona. Cuando salía lo vi pasar rápidamente en una camioneta negra saludando a quienes ahí estábamos. En la tarde, circuló por las calles frente a miles de neoyorquinos que levantaban las manos en señal de saludo pero también de vida.

El sábado por la mañana, después de mi reporte, me dirigí con cámara y grabadora hasta el primer cordón policiaco con la idea de volver a entrar para hacer tomas de la zona y realizar entrevistas, pero me impidieron el paso. Los vuelos se habían reanudado y los primeros reporteros internacionales ya estaban llegando, así que las medidas de seguridad se hicieron más estrictas y había que acreditarse ante el departamento de Policía, a donde llegué alrededor del mediodía. La fila era tan grande que quienes estaban adelante llevaban doce horas ahí. Decidí que era mejor regresar en la noche. Así lo hice y alrededor de las 23:30 horas volví dispuesto a obtener mi acreditación. Ocho horas después, a las 7:30 del domingo, salí con el gafete en la mano y la gripe y el cansancio en el cuerpo.

Para el mediodía el Presidente Bush pidió a los estadounidenses que regresaran el lunes a trabajar. La herida que había estado abierta por seis días comenzaba a cicatrizar, nada sería igual, quedaría, como todas, en el recuerdo de quienes la sufrieron, la historia no había terminado, era la vida lo que tenía que continuar.

La noche del domingo fui a Union Square y pude atestiguar una de las congregaciones que desde el miércoles, cientos de neoyorquinos realizaban con velas y pancartas para recordar a las víctimas de los ataques terroristas.

Al día siguiente, lunes, fui otra vez a la zona acordonada y pude entrar ya con la acreditación correspondiente. Cuando estaba a punto de pasar el último cordón antes del lugar donde se encontraban los escombros, vi al Alcalde de la Ciudad, Rudolph Giulliani regresando a sus oficinas por primera vez desde el martes. Mientras hacía algunas tomas sentí en el cuello un brazo que de forma brusca me jaló, era un policía militar (Trooper) que me dijo que no podía estar ahí, a pesar de que me identifiqué, alegó que no contaba con una acreditación especial y sin escuchar razones decidió que me iba a sacar él mismo. Caminamos unas calles siempre con su mano sobre mi cuello y amenazando varias veces con arrestarme, finalmente me entregó a un oficial de Policía que con actitud diferente me indicó hasta dónde podía trabajar y hasta donde no. Entrevisté entonces a voluntarias y a testigos del horror. Por la tarde di mi reporte y me preparé para el regreso al día siguiente.

El martes en el aeropuerto John F. Kennedy era presa de sentimientos encontrados y mucho nerviosismo. Estaba contento por regresar a mi país, pero a la vez asustado por subirme a un avión que, por la paranoia de la que era presa, suponía que podía ser secuestrado. No quería dejar una ciudad así, la posibilidad de que los Estados Unidos entraran en guerra en cualquier momento me hacía querer irme pero también quedarme. Di mi último reporte desde Nueva York y emprendí el regreso.

Intento describir lo indescriptible. Los días en que seis años de construcción se derrumbaron y enterraron en sus escombros las vidas de miles de personas.

El martes en el que dos aviones se estrellaron contra las Torres pero impactaron para siempre la “historia futura” del mundo.

Es el relato de una cobertura que empezó el 11 de septiembre del 2001, el día que el terror entró por la ventana.

*Con admiración, respeto y fraternal agradecimiento a mi maestro periodístico, Ricardo Rocha, por lo que me enseñó, lo que contamos juntos al público y la confianza que siempre me brindó durante los años en que fui su “hombre en el mundo”.

Publicada en El Universal en septiembre de 2001 bajo el título "Detrás de mi ventana: Testimonio de Nueva York"

¿seguro que quiere entrar a ramala?


Ir al Medio Oriente es más fácil de lo que se cree y estar ahí es más peligroso de lo que parece. Un vuelo redondo de Londres a Tel Aviv en la aerolínea British Airways cuesta alrededor de 400 dólares (unos 4 mil 400 pesos). Al llegar, las medidas de seguridad en el aeropuerto son tan estrictas como desesperantes. Tres interrogatorios con espera de 20 minutos entre cada uno, preguntas que se repiten textuales en la misma ronda y revisiones exhaustivas de equipaje que ponen a cualquiera listo para estrangular a alguien. Pero la curiosidad mató al gato (y la nota al periodista) así que ya en el coche hacia Jerusalén no hay espacio para arrepentimientos.
Una pistola cargada con diez tiros y “cartucho cortado” junto al asiento del conductor no parece brindar a un mexicano recién llegado la misma sensación de seguridad que da a los judíos y menos si el que conduce es policía con ropa de civil y a manera de bienvenida le dice a uno en perfecto español: "No se preocupe, vine a recogerlo para que no le pase nada". Es justo en ese momento cuando repentinamente uno comienza a preocuparse.
Si no fuera por los letreros en hebreo, árabe e inglés, los cuarenta y cinco minutos de camino a Jerusalén parecerían transcurrir en una carretera de Canadá o la costa este de Estados Unidos. A medida que uno se repite a sí mismo la terapéutica frase “no pasa nada”, los minutos se suman y la ilusión por ver la tres veces santa ciudad de Jerusalén crece. Comienza entonces el bombardeo verbal de imágenes y recuerdos del amigo judío nacionalizado mexicano que amablemente hace de anfitrión y guía:
- "Este es el restaurante donde explotó una bomba y mató a tres niños ¿te acuerdas?"
- "Aquí en esta esquina fue donde explotó el camión, hasta aquí no se podía pasar antes porque te mataban los palestinos, ahora estamos en la nueva Jerusalén, mira que bonita se ve la muralla de la ciudad vieja de noche ¿ya ves que todo está tranquilo? si aquí somos gente de paz..."
¿De paz? ¿y la pistola? me pregunto, en fin.
Cerca de la media noche en Jerusalén, el hambre se convierte en arrepentimiento cuando el recepcionista de un restorancito carga una metralleta en la espalda y antes de dar las buenas noches le pasa a uno las manos por el cuerpo para ver si no pretende cenar para digerir la misión de inmolarse en el nombre de Alá. La cena transcurre sin novedad y la noche solo alcanza para dormir cuatro horas.
Al otro día muy temprano llega el momento de recorrer la ciudad y hacer entrevistas.
Ya por la tarde, a la entrada de la vieja Jerusalén, el detector de metales delata al guía que trae oculta en los pantalones “por si las dudas” una pistola (otra). Al mostrar el respectivo permiso se la dejan pasar como si fuera un celular.
Jerusalén es una ciudad majestuosa, mágica, no acepta descripción sino invitación a vivirla en carne propia. Dividida en cuatro, cada cuarto es habitado respectivamente por judíos, árabes, cristianos (ortodoxos) y armenios. Ver a cientos de judíos orando ante el Muro de los Lamentos es sin duda el clímax de la visita.
Tras otras cuatro horas de sueño, con la salida del sol viene la partida hacia el norte de Israel. En el recorrido a lo largo de la frontera con Jordania, las escalas en el río Jordán y el mar de Galilea, predomina una sensación de paz muy especial, única, divina. El paso por los altos del Golán explica con una imagen la guerra con Siria y al llegar a Naharya el mediterráneo da la bienvenida al paraíso de playa donde tuvo lugar uno de los más sangrientos atentados de la segunda Intifada. Son las siete de la noche del viernes, comienza el Shabat y no se hace casi nada hasta las 8 de la noche del sábado cuando hay que emprender las tres horas de regreso a Jerusalén.
El domingo es día de entrar a territorio palestino. Después de obtener negativas de cuatro taxistas, el quinto acepta con los 600 shekels el riesgo de llevar un extranjero a Ramala, la pequeña ciudad donde se encuentran casi destruidos los cuarteles de la Autoridad Palestina y las oficinas de Yasser Arafat. En el primer retén del ejercito israelí recuerdan las telenovelas mexicanas, devuelven el pasaporte y permiten el paso; en el segundo, antes de firmar una liberación de responsabilidades, el soldado pregunta aunque en realidad advierte: "¿Seguro que quiere entrar a Ramala?".
La respuesta es afirmativa y también muy impulsiva.
Mientras el Mercedes recorre el corto camino al centro de Ramala, el chofer del taxi comenta: "Estamos bordeando la frontera entre palestinos e israelíes, aquí lo único que divide es la carretera". Uno no puede dejar de sorprenderse con lo paradójico de la situación, es inevitable pensar: si el taxi se detiene y me bajo del lado izquierdo estoy en Israel y si me bajo del derecho estoy en territorio palestino. Es la constante en Jerusalén, la escena se repite por doquier. Sin importar por dónde se transite, las colonias judías están a cruce de calle de las árabes, son casi imposibles de distinguir. Árabes y judíos comparten trabajos y conviven diariamente. Mientras los políticos de ambos lados están inmersos en un segundo proceso de negociaciones para ver si pueden ser vecinos, en los hechos ya lo son; mientras los líderes dicen buscar un acuerdo para vivir separados en paz, en la práctica están ya revueltos.
El taxi avanza entre las precarias calles de Ramala teñidas por el desolador color de la pobreza. El intenso calor hace que las personas no vistan camisetas pero sí cubren su espalda con metralletas; los jóvenes cuando miran disfrazan su odio con desconfianza y el desnudo y protuberante estómago de un hombre barbado sirve de parada a las moscas que descansan como él a la sombra de un periódico árabe de días atrás. El Mercedes se detiene frente a los escombros del cuartel, al fondo se distingue el pequeño edificio donde Arafat está confinado, el único que como él sigue en pie.
Algunas horas después el taxi recorre el mismo camino pero en dirección contraria, los palestinos de un lado y los israelíes del otro.
Otra vez la paradoja.
Si se logra paz algún día ¿dónde pondrán la frontera? ¿cómo harán para separar a los que ya viven juntos?.
El soldado en el retén ya no pregunta "¿Seguro que quiere entrar a Jerusalén?" solo asiente y mira al siguiente.

(Para Isaac y la familia Nagar, por hacerme parte de los suyos unos días y enseñarme la magia del Medio Oriente. ¡Shalom!)

Agosto 2003

punto.y.seguido: la crónica de crónicas


"Estás loco", fueron las dos palabras que hace más de una década mi madre pronunció asustada cuando le confesé que me llamaba mucho la atención ser corresponsal internacional, mientras veíamos en el televisor de la sala a un reportero en zona de conflicto. El bullicio de las personas cenando en las creperías de la Rue des Canettes logra pasar las ventanas de madera del pequeño apartamento de Paris que en nueve días dejaré para regresar a México e interrumpe momentáneamente el repaso mental intenso de estos años. Dicen que un instante antes del fin, las imágenes de toda una vida pasan por la cabeza. A punto está de morir mi estancia en Europa y ya ha comenzado la proyección de la película. Aquella noche que consideré en voz alta la posibilidad de ser periodista supe que mi madre me había escuchado pero nunca pensé que el destino también. Desde hace unos años he sido en buena medida arrastrado por los acontecimientos. No profeso religión alguna y hasta hace poco no creía que una mano invisible pudiera incidir en el vaivén de la vida. Después de lo que he pasado sería absurdo pensar que uno está en control. En su mayoría las grandes cosas ocurren cuando menos se esperan y en el mejor de los casos solo da tiempo de abrir los ojos. Los abro. El teléfono marfil junto al despertador con números rojos suena en el Hilton de Nueva York otra vez, descuelgo y la voz histérica vuelve a reclamarme estar dormido y maldice las veinte veces que ha llamado antes sin éxito; acto seguido escucho: “se acaba de estrellar un avión contra las torres gemelas, no cuelgues, vas al aire en dos minutos”. El corazón me late fuerte mientras tomo una bocanada de aire, como si fuera una criatura naciendo. El breve ruido rosa en el teléfono es la señal de que hablaré con muchas personas que escucharan por mis oídos y verán con mis ojos. Ricardo Rocha no saluda, bautiza: “Ariel Moutsatsos, nuestro hombre en Nueva York”. Otra vez el bullicio de la calle que rápido se convierte en ruido y ahora en estruendo, una torre se tambalea brevemente y comienza a caer. De pronto el silencio y abruptamente los gritos en la Puerta del Sol de Madrid, es imposible ver el fin de la enésima manifestación contra la guerra que viene en Irak, en el oído izquierdo la Cadena Ser retransmite fragmentos de la comparecencia de Aznar en el Congreso, en el oído derecho escucho al productor en México mientras los ojos de un joven me miran ansiosos por convertir su inconformidad en voz y transmitirla, otra vez el ruido rosa. Los altavoces sobre el templete donde canciones y poesías desfilan juntas por la paz son ensordecedores. Cuelgo el teléfono celular y veo inusual movimiento. Es evidente que algo pasa en el aeropuerto de Atenas aunque sea ya de noche; pregunto a una pared con forma de policía y recuerdo que las paredes oyen pero no responden. Una griega bien vestida se apiada y en inglés metafórico y mímico dice que al parecer han secuestrado un avión y va a aterrizar pronto ahí. Antes de que la aeronave turca toque suelo helénico mis dedos marcan apresurados a México. Daniel interrumpe un programa deportivo y presenta al único reportero mexicano transmitiendo en vivo desde el aeropuerto Eleftherios Venizelos. Una vez más el ruido rosa. Levanto la vista y en el televisor está la BBC. El video de Kelly llegando al Parlamento Británico se repite como si fuera el único que hubieran grabado; por el listón inferior de la pantalla las palabras vuelven a moverse:“… Doctor Kelly…scientific… weapons of mass destruction… found dead… yesterday...near his house... “ Oxford Street parece interminable. La llamada desde el celular que se paga en libras encuentra su destino y Daniel dice: “si quieres esta tarde todo el programa lo dedicamos a eso… ¿crees estar listo?", no sé si me pregunta o me reta, sigo corriendo y llego a High Holborn, entro apresuradamente en el ascensor y mientras se mueve pienso en lo que puede ser importante. Abruptamente el movimiento termina y las puertas se abren desvelando letras que no entiendo y policías por doquier. Una señorita me pide el pasaporte y en perfecto inglés pregunta cuál es el propósito de mi visita a Israel. El proceso se repite dos veces más acompañado de cateos invasivos. Afuera de las ventanas blancas pasa por la estrecha calle parisina un automóvil al que le suena mucho el motor, está muy trabajado. De pronto el taxi Mercedes se detiene y un soldado se apoya en la puerta derecha, bajo la ventanilla, entrego el gafete de prensa y el militar me mira, se prepara y suelta la boca interrogante: “¿esta usted seguro que quiere entrar a Ramala?”, asiento impulsivamente y el vehículo avanza. Al fondo, entre los escombros a que ha quedado reducida la Mukata, un pequeño edificio se mantiene en pie tal como su inquilino: Yasser Arafat. La magia de Medio Oriente termina por hechizarme, me acerco al muro de los lamentos y cierro los ojos para hablar con el ser universal. Las plegarias que se adivinan en la debilitada voz de quien las pronuncia resuenan en la plaza de San Pedro y hacen eco infinito en el sonido local, el Sumo Pontífice celebra sus veinticinco años y la cobertura periodística encuentra su razón de ser en la debilitada salud del Papa y en la cercanía del viaje definitivo que el otrora viajero incansable está pronto a emprender; la luz se extingue lentamente y cae la noche en Roma, las cabezas bajan y los ojos ceden. Los párpados pesan mucho como para abrirlos pero con los dedos adivino la ubicación del control remoto y enciendo el televisor del apartamento en Chamberí para ver si el mundo está como lo dejé antes de dormir. No es así. La frase “Breaking News” en letras blancas con fondo rojo preside la pantalla de CNN y en mi cabeza la resaca de la noche anterior que terminó muy de mañana, se mezcla con palabras que luego ordeno: “Explosiones en las estaciones de trenes de Atocha, El Pozo y Santa Eugenia”…me sobresalto y otro teléfono de color marfil suena, otra voz femenina -esta vez tranquila- me confirma la pesadilla; al parecer hubo atentados con bomba en la estación de trenes de Madrid y en otras dos a las afueras. Una vez más corresponsal de la desgracia, salgo sin bañarme mientras maldigo el momento en el que se acabó la carga a la batería de la cámara digital que ya deje conectada. Estiro la mano para abrir la puerta del taxi y antes de que le diga a dónde ha de llevarme, el conductor se percata del chaleco azul de reportero, la grabadora y el gafete de prensa que cuelga impaciente del cuello… “¡Jo! no me diga que vamos a Atocha”. A veces un monosílabo es una repuesta muy amplia. El fierro retorcido de los trenes parece un retrato hablado de sus autores y lo primero que me viene a la mente son los autobuses que explotan los extremistas palestinos en el centro de Jerusalén. De pronto la calle esta tan callada que es posible escuchar el agua que corre por las tuberías del edificio, tal vez se deba a que es jueves, pero mañana habrá más gente y más escándalo. Hoy el silencio en Saint Germain Des Pres es propicio para la nostalgia de la partida que llega abrumadoramente. Me percato de que no he puesto ningún punto y aparte. Lo dejo así, al fin y al cabo en punto y seguido vienen los recuerdos, así pasa la vida.

París, Francia. 21 de octubre de 2004

martes, 1 de mayo de 2007

Felicidades


Muy al estilo de los best sellers, hoy me he adjudicado la autoinvitación para escribir el prólogo de éste, tu libro cibernético (un periodista siempre escribe).

Hermano, soy un mañoso. Este es el clásico regalo de cumpleaños que te doy para que, a fin de cuentas, sea un obsequio para nosotros, quienes nos consideramos fans de lo que escribes. Y ya sabes que yo soy fan, fan.

Ya sé que aquí podrías escribir de todos los desastres en el mundo (has estado en todos mugre imán de la mala suerte), pero bueno, tu vida es mucho más que reportar y reportear.

Un abrazote y feliz cumple 34 (¿sigues funcionando?) y, ahora sí, aunque falten 3 días para tu onomástico, puedes comenzar a deleitarnos porque eres un tipo, ante todo, elegantísimo.

In phidelio (el vigía de El Corredor).